Fue la primera vez en muchos meses que pasé frío por la noche. Desperté pensando en que sería hora de cambiar la mantita ligera por el nórdico de invierno. No tengo  término medio. Me hizo gracia pensar que quizás, al final, le haya cogido gusto a dormir con calor.

Comprobé la llegada del otoño por la ventana. El cielo estaba algo así como “gallego”: tenía una capa densa de nubes que lo dejaban blanco, despintado, vacío. Pensé que también sería hora de guardar las sandalias.

Desde la ventana, vi a la gata del vecino de enfrente acostada en la terraza. No era día para que los gatos durmiesen en la terraza, ya no hacía sol.

Un rato después, comenzó el dolor.

Primero vino como una cefalea normal, casi habitual. Poco a poco se trasladó a mi ojo derecho, a mi oreja derecha, a mi pómulo derecho y a mi sien derecha, hasta que no quedó superficie derecha de mi cabeza sin aquella guerra de cuchillos. La punzada iba y venía, y yo iba y venía de un lado a otro de la casa buscando la forma de sacarme aquello que se me había metido por un oído y que ahora daba golpes desde dentro de mi cabeza, tratando de salir.

Fue entonces cuando salió el sol. Maldito, le dije, ahora me molestas. Bajé las persianas, cerré la puerta y me tumbé con un paño empapado en agua fría que, de cuando en cuando, rehumedecía y colocaba sobre mi ojo derecho, mi oreja derecha, mi pómulo derecho y mi sien derecha.

Así tumbada, y cuando el dolor comenzó a ceder, pensé en todas las cosas que querría estar haciendo y que no podía porque aquel dolor me deshacía. Pensé en la facilidad de los animales para quedarse acostados durante horas en la terraza cuando hace sol y envidié la serenidad de sus venas.

Unas cuatro o cinco horas después, desperté. En realidad no llegué a dormir, pero el dolor me mantuvo en una especie de estado denso, lento e irreal. Recogí el pañuelo, la toalla y la sábana húmeda. Me abrigué porque temblaba, porque mi pelo estaba empapado en agua fría y mi cara era una especie de pescado fuera del agua.

Limpié todo y encendí el calentador de la ducha. Comprobé el cielo: se había puesto gallego de nuevo. Vi de nuevo a la gata, en la misma y exacta posición en la que estaba antes y comprendí que, efectivamente, no era día para que los gatos durmiesen en la terraza.

No pude pensar en ella. Me abandoné al agua ardiendo de la ducha, precipitándose desde allá tan alto hasta mi cuerpo sentado en la bañera. Me bebí con los ojos y mis pómulos y mis sienes las gotas que caían. Todas aquellas benditas gotitas limpiaban el rastro del bicho que horas antes se me había mentido en la cabeza y que no sabía cómo salir.

Colgué fuera la toalla húmeda y miré otra vez hacia la terraza de enfrente. Volví a mirar a la gata, en la misma y exacta posición, y entonces se me quedó medio metida una piedra dentro del estómago. No podía sentir ningún afecto por ella: jamás había acariciado su pelo gris ni le había dejado olisquear mis dedos. Solo había sido la gata del vecino de enfrente que de vez en cuando sermoneaba a todo el patio con sus maullidos escandalosos.

Y aun así no sabía cómo sacarme aquella piedra de mi estómago. Mi angustia crecía pensando en la angustia de mi vecino llegando a su casa. Me fui. Cambié la mantita fina de verano por el nórdico de invierno y me frustré pensndo en la idea de no haber tenido tiempo para el otoño.

Conforme mis ojos se iban readaptando a la luz, ésta fue cayendo hasta que la casa se quedó en penumbra y tuve que encender las lámparas. Después de cenar, recogí la toalla colgada fuera y entonces le vi, a través del cristal de la terraza, a media luz, tumbado en el sofá mirando la televisión, fumando un cigarro y con una copa de vino al lado. Instintivamente llevé mi mirada a la terraza y con el cuerpo encogido doblemente vi que la gata seguía en la misma y exacta posición.

Pensé que sería algún tipo de shock. Lo pensé durante las tres horas en las que una especie de voyeur se apoderó de mí e iba cada cierto tiempo a mirar por mi ventana a ver si le había dado por fin luto al pobre animal.

Me fui a dormir encogida, apedreada y con un vacío por algo que jamás había tenido.

Tuve que respirar durante tres días cada vez que mi mirada comprobaba cómo el cuerpo de aquella gata de la que nunca supe el nombre seguía en la misma y exacta posición. Y cuando hoy, en una mezcla de frustración y rabia, pensaba en gritarle cuatro cosas al energúmeno que tenía por vecino, me encontré con un hueco vacío en la terraza.

Pensé en si no habría estado en una especie de trance. Si, por efecto de la migraña, me habría imaginado aquel jirón de pelo gris. Pero aquel animal de maullidos escandalosos había convertido el suelo de la terraza de mi vecino en un hueco vacío.

Todo parecía tan cotidiano y sin embargo el suelo ya no era un suelo: era un hueco.

El cuerpecito escuálido, peludo y gris ya no estaba.

La mantita fina de verano ya no estaba.

La piedra encajada en mi estómago, seguía allí.



       Cidade natal
       Un duelo o una cuarentena
       Los tres nombres
       No se va a caer nadie
       Escribir
       Mujer
       Migraña
       Estornino
       Dos momentos
       Así poco a poco
       Barcelona
       Alfiler
       Yo no soy nadie
       Asfalto