La vi acostada en su cama.
Sólo se movía su vientre, que respiraba casi con resignación dentro de aquella pecera hirviendo. Sus ojos perseguían a dos moscas bobas que volaban en círculos. Por la ventana entraba humedad y una estela de luz que quemaba su piel como cigarro envenenado.
Quise apartarla de allí. Privarle al aire de poder tocarla. Me acerqué y me miró. Sentí que mis ojos caían dentro de sus ojos. Tomó mi dedo índice, lo colocó en el filo de su esternón y me dijo:
– Si tuviese un alfiler, pondría su punta aquí. Justo aquí. Y poco a poco apretaría. –Y apretó. Y siguió diciendo:– Apretaría hasta que se quedase dentro. Hasta que diese forma a esta sensación de cuchillas y óxido.
Y apretó hasta que mi uña hizo que le brotase una lágrima de su ojo izquierdo. Sentía en mi yema su pecho herrumbroso palpitando e imaginé a su asma como una estrella moribunda expandiéndose desde hacía millones de años.
Miró hacia la ventana. Sonaba Chavela en la casa de enfrente. Hacía calor.
No me soltó.
Sólo se movía su vientre, que respiraba casi con resignación dentro de aquella pecera hirviendo. Sus ojos perseguían a dos moscas bobas que volaban en círculos. Por la ventana entraba humedad y una estela de luz que quemaba su piel como cigarro envenenado.
Quise apartarla de allí. Privarle al aire de poder tocarla. Me acerqué y me miró. Sentí que mis ojos caían dentro de sus ojos. Tomó mi dedo índice, lo colocó en el filo de su esternón y me dijo:
– Si tuviese un alfiler, pondría su punta aquí. Justo aquí. Y poco a poco apretaría. –Y apretó. Y siguió diciendo:– Apretaría hasta que se quedase dentro. Hasta que diese forma a esta sensación de cuchillas y óxido.
Y apretó hasta que mi uña hizo que le brotase una lágrima de su ojo izquierdo. Sentía en mi yema su pecho herrumbroso palpitando e imaginé a su asma como una estrella moribunda expandiéndose desde hacía millones de años.
Miró hacia la ventana. Sonaba Chavela en la casa de enfrente. Hacía calor.
No me soltó.